La verdadera historia de la muerte de FF se representó ayer con éxito sobresaliente en el Teatro Echegaray con motivo del 32º Festival de Teatro de Málaga
La verdadera historia de la muerte de FF, obra dirigida por Ángel Calvente, se enfrentaba a la difícil tarea de erigirse como una buena comedia sobre un tema vetado tradicionalmente a este género, como es la Guerra Civil y el exilio. Pues bien, el objetivo no sólo se ha conseguido, sino que se ha sobrepasado.
Como todo buen arte, ha hecho honor a su esencia metafórica y ha ido más allá. La verdadera historia de la muerte de FF, cuyo excelente guión ha sido adaptado al teatro por Angélica Gómez a partir de un relato homónimo de Max Aub, es una obra necesaria, como también lo es la película Fe de etarras, para aprender a tratar episodios sórdidos de nuestra historia desde un punto irónico que sirva para curarnos y deleitarnos en la sanación de nuestras heridas, más que para intentar cerrarlas drástica y traumáticamente en un intento de olvido o ulcerarlas con la bilis del resentimiento disfrazado de espíritu concienciador.
Inmerso en este cometido de comprender la brecha de las dos Españas para poder dar los puntos de sutura precisos, el actor Javi Parra dio vida hasta a 15 personajes distintos en su inmensa soledad del escenario de un Teatro Echegaray pleno de espectadores. Como si de una especie de súper-cuentacuentos se tratara, combinó sátira y cariño, en una peineta al principio de no contradicción, para sumergirse en el universo de roles de los inmigrantes españoles en Méjico ya fuesen republicanos exiliados o simpatizantes del régimen franquista afincados en el país latino. La facilidad pasmosa con la que el andaluz se trasladaba de un personaje a otro para siempre volver a sí mismo como narrador que rompe la cuarta pared y, afable, se vuelve cómplice con su público, hizo las delicias del mismo que, en cada oscuro, irrumpía en aplausos y vítores.
Por último, cabe destacar la labor de Calvente como director de una obra vanguardista y, al mismo tiempo, sobria y sin excesos. La luz mutaba en un juego rápido, limpio y fluido según el personaje que Parra iba interpretando y su estado concreto, destacando el momento homenaje a María Zambrano que empañó de lágrimas -¡en un descanso de la comedia, en un maravilloso alivio dramático!- la vista de este crítico que se quita, con sumo placer, el sombrero.
