Las niñas, ópera prima de Pilar Palomero, ha sorprendido gratamente en los primeros lapsos de un 23 Festival de Málaga marcado por las medidas de seguridad inherentes a la crisis del coronavirus. La película de la cineasta aragonesa, tan personal como comprometida, está cosechando una buena acogida por parte de la crítica especializada.
Si pudiera explicar por qué cierta realizadora de perfecciones vitales me cae tan mal sin que una horda en redes me linchase, diría que es porque su mejor interpretación hasta la fecha es la de impostar su feminismo y porque sus chorradas panfletarias, que vende como sofisticadas consignas emancipatorias que en realidad son más propias de un eslogan estampado en camisetas de Zara, tienen mayor calado que una obra realmente comprometida con la causa noble que ella supuestamente defiende. Diría, si pudiera, que lo que más me fastidia es anticipar que Las niñas, esta joyita que Pilar Palomero nos ha regalado, tan íntima y nostálgica, tan afortunada en su crítica a la educación de la España noventera, no tendrá mayor repercusión que la que pueda recibir en circuitos festivaleros, salas indies y en esa esperanza del streaming llamada Filmin. Sin embargo, tras unas cuantas reivindicaciones de salón y un par de exabruptos en el pajarraco azul, la reina del feminismo chic seguirá consiguiendo talones vía cable gordo y nominaciones a premios por elaborar listas de requerimientos para convertirse en un ser humano típico.
Sí, todos seguirán mordiendo la manzana –más bien alguna pijada de fruta, papaya o algo así- mientras auténticas resistencias de la talla de Las niñas tienen lugar. Resistencias que van a lo cotidiano, a lo original, a lo íntimo. A lo necesario. Resistencias que se dieron a edades tempranas, en colegios católicos para chicas del interior donde la modernidad de un casete de Héroes del Silencio convivía con una educación que reducía la sexualidad a un plan divino dentro del matrimonio en plena década de los 90. Seis resistencias, seis niñas.
Porque de eso va la película con la que Pilar Palomero no permite que el bostezo generalizado que recorre esta edición del Festival de Málaga tome forma absoluta. Trata de unas niñas que fuman a escondidas y se pintan los labios jugando a ser mayores mientras siguen vestidas con sus uniformes de colegialas, que descubren qué es la sororidad al tiempo que se pican jugando a la botella, que plantan cara a una educación que constriñe su pensamiento a la par que cantan canciones de letra tóxica al saltar a la comba. Va de unas pre-púberes que empiezan a aprender quiénes son en un ambiente confuso y contradictorio hasta el punto en el que se puede apreciar ternura en la bofetada que la solitaria madre encarnada por Natalia de Molina propina a su hija. En palabras que la directora pudo amablemente brindarme: “la infancia, lo que te dicen tus padres, lo que compartes con tu compañera de pupitre, son claves en la formación de una persona. En la película vemos que durante esa edad nos vemos sometidos a muchos estímulos y mensajes que están en la televisión, en las canciones que se cantaban en el recreo, que asimilábamos naturalmente y que dejaban poso, pero que luego, con el tiempo y con la madurez, hemos comprendido que eran muy machistas”.
Todo esto nos lo va contando Palomero con la letanía de quien pasa la página de un álbum de fotos, de quien va asimilando su pasado a golpe de recuerdo. Poco a poco, sin los discursos grandilocuentes propios de alguien autoproclamado adalid de un movimiento y profeta con doble cara -como el de Gargallo- de la supuesta conciencia colectiva. La directora zaragozana se remonta, para entender su mirada y la de más mujeres combativas de su generación, al origen de la misma. Necesita no romper con todo lo anterior, sino entenderlo. Y no sólo para saber qué hay que dejar atrás, sino también qué hubo de positivo entonces y revertir a Sade extrayendo virtudes, como la lealtad y la amistad, del infortunio.
Quizá, como toda ópera prima, Las niñas adolecen de ciertas torpezas naturales en algunos aspectos formales, que se tornan evidentes en la edición de sonido de escenas concretas y en una transición demasiado abrupta cuando la conclusión del relato va acercándose. Sin embargo, todo esto carece de mayor importancia si tenemos en cuenta las verdades que este reparto tan joven –conformado por Andrea Fandós, Zoe Arnao, Carlota Gurpegui, Ainara Nieto, Eva Magaña y Julia Sierra- ha sabido ir descubriendo de mano de su directora.
Cabe destacar para terminar la insistencia de rodar en Zaragoza por parte de Palomero: «Lo más fácil hubiera sido rodar en Barcelona o en Madrid, pero era esencial que fuera en Zaragoza. Esto no hubiera sido posible sin la ayuda de las instituciones». Otra resistencia más, en este caso, al sobrevalorado pragmatismo.