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Cine

‘La noche de 12 años’: una vivencia difícil e intensa

La apuesta de Uruguay para los Oscars 2019 toma como excusa unos personajes políticos para explorar y hacer sentir universalmente la agotadora rutina de un cautiverio extremo muy íntimo.

Tras triunfar en los Oscars (2009) con El Secreto de sus ojos (Juan José Campanella), la productora urugaya Mariela Besuievski vuelve a apostar fuerte por una historia impactante con mucho trasfondo político. La noche de 12 años comienza situando al espectador en las consecuencias de la dictadura militar en Uruguay sobre el movimiento revolucionario de los Tupamaros. El film se centra en el prolongado martirio que sufrieron tres de estos guerrilleros, encerrados en los más inhóspitos lugares durante más de una década.

Entre estos hombres, se encontraba el que llegaría a ser presidente de Uruguay, Jose Mujica. Teniendo en cuenta la formación periodística y carácter reivindicativo del actor español que le encarna, Antonio de la Torre (quien ha entrevistado al propio Mujica), cabía espera un discurso fílmico que actualizara y volviera a abrir el debate sobre estos temas. Sin embargo, ese no es más que el efecto colateral y secundario de una película más centrada en hacer sentir y transmitir que en reivindicar y explicitar.

Emoción desde las entrañas

En esencia, La noche de 12 años es una experiencia física. Como si fuera un simulador de un parque de atracciones, su objetivo principal es hacer vivir al espectador lo mismo que los protagonistas. En ese día a día tan intenso, agobiante y sin apenas diálogos ni referencias temporales ni espaciales, los protagonistas van guiándonos por las diferentes etapas de lucha física y emocional que afrontan en cada lugar.

Para materializar este descenso a los infiernos de la condición humana, cada factor de la puesta en escena está depurado a su tono más árido. Desde la fotografía y maquillaje tan hirientes sobre la piel de los personajes y los espacios inhabitables en los que «descansan», hasta el sonido detallista de cualquier estímulo externo o interno (la mente acaba siendo un enemigo más, literalmente). El ritmo de la película está en los recursos cinematográficos utilizados para dinamizar y transmitir este cautiverio, destacando la complicada planificación de espacios fijos, con angulaciones muy subjetivas. Al final, todo se une en un montaje que condensa esa gran franja de tiempo y que muestra los principales avances de los personajes y sus momentos familiares y delirantes más significativos, como únicas referencias contextuales.

Personajes y espectadores sufrirán una profunda desorientación. Fuente: Tornasol Films

Universalidad y coste de la propuesta

Este contexto es otro de esos elementos depurados, quizás el que más. El guion también te encierra, y desde el comienzo brusco no da tregua. No se cuenta nada del antes ni del después, solamente estas atrocidades. Esta decisión contribuye a transmitir el agobio y desorientación de los protagonistas. Sin embargo, la contracara de esta universalización del punto de vista es la falta de empatía con los personajes. Da igual que sea Jose Mujica que un aldeano más, ya que al final tampoco conocemos nada de estas personas.

¿Quiénes son, qué planes tenían, por qué están ahí? La profundidad emocional de los personajes no viene por el contexto que desconocemos, sino de la experiencia que estamos viviendo con ellos. Este trabajo lo llevan a cabo magníficamente el trío protagonista que completan Chino Darín y Alfonso Tort. Estos dos acaban teniendo más peso que De la Torre, aunque el español se lleva las escenas más duras y memorables del film.

Chino Darín sorprende con una interpretación muy emocional. Fuente: Tornasol Films

El otro precio a pagar por esta experiencia física es un ritmo muy lento. La pesadez de esta extrema y agotadora rutina es palpable en las dos horas de metraje. A pesar de que pueda costar mantener la atención, al final acaba siendo una pieza más de esta tortura psicológica a la que estaban sometidos los guerrilleros. Además, esta vivencia está amenizada por la dulzura interpretativa y sobre todo musical de Silvia Pérez Cruz. Verla y oírla en pantalla es todo un goce para los sentidos, aportando tanto la belleza del amor como la dureza del sufrimiento. Solamente por eso, ya merece la pena ir al cine a ver La noche de 12 años.

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